viernes, 21 de febrero de 2014

220 Kilómetros - Eduardo Bechara Baracat

220 Kilómetros

Cae la tarde. La terminal de ómnibus de Frías está poco transitada. Una mujer compra una empanadilla en un puesto. También exhibe alfajores, patay y alfeñiques de miel de caña. El vendedor mete el dinero en su bolsillo y desaparece silbando rumbo al baño. El lustrín, con el culo asentado en un cajón, ofrece sus servicios a un tipo de unos cuarenta años. “No gracias, hermano”, responde y sigue hasta la ventanilla adonde venden pasajes. Otros, esperan sentados en un banco de madera frente al puesto de revistas, con sus portadas rellenas de celebridades.
Septiembre en Frías es algo que todos deberían experimentar. Hablo del presagio de la primavera, los azahares, la floración de los lapachos y jacarandás, los trinos, la temperatura, las plazas, el bullicio, la vida. El ómnibus que me llevará a Deán Funes lleva un retraso de quince minutos.
Mi ahijado me regaló un reloj que marca las 20:00. Cada vez que miro la hora lo recuerdo. Franco tiene diecisiete años. Vive en una campiña llamada Vevey, cerca de los Alpes Suizos. Guillermo Tell, chocolates y relojes. Frío. Y oro, como un río resplandeciente que fluye por el subsuelo de Zurich. Y montañas cubiertas de nieve, perforadas por túneles que le dan el aspecto de un queso gruyere. Imperio absoluto de la ley. Colisionador de Hadrones. Ciudadanos organizados que casi no se necesitan unos a otros. Reglas horarias para tomar una ducha. No debe haber un país más hermoso para suicidarse.
A pesar de compartir genes con mi ahijado—Franco también es mi sobrino—, él está hecho de una madera especial. Es persistente, inteligente, determinado, noble y seguro de sí mismo. No heredó el carácter incendiario, ni el rencor, ni la codicia, ni la mayoría de los fantasmas ancestrales borrachos de miseria que llevo enganchados de las vísceras. Supongo que tampoco heredó las glándulas suprarrenales del abuelo Salomón. Algunos de nosotros sí. Dios mío. Eso significa que en algún momento del año, una depresión azul nos sepultará en pensamientos negativos hasta que la euforia nos hará tomar decisiones erráticas o escribir cualquier guarrada.
Tres hombres comparten una cerveza en el bar de la terminal. Uno de ellos luce muy cansado, con el mentón apoyado en el pecho. Puede estar borracho. En la televisión, un futbolista muestra su esposa modelo como si fuera un trofeo. En la “modernidad líquida”, existen dos clases de seres: los que están del lado de adentro de la pantalla LCD y los que estamos afuera, reptando en el guadal del anonimato. Y un día, amanecemos sabiendo sus nombres. En los almuerzos comentamos sus colores favoritos, orientación sexual, diseñadores de cabecera y frecuencia coital. Como si fueran nuestros parientes. “Pobre Susana, está aburrida”. “Yo banco a Florencia: se dejó crecer el pito”. “Leonardo se robó unos pesos pero es todo un galán”.
El calor de la tarde me produce sed. Me acerco al mostrador. El quiosquero hunde su mirada en la pantalla de su teléfono ultraliviano. Teclea algunas palabras con el rostro en tensión. Sabe que estoy. Carraspeo. Levanta la mirada.
- Sí -dice.
Señalo la heladera.
- Agua mineral y también quisiera algo dulce…-me tomo el mentón.
Repaso la oferta de cosas. Es un quiosco bien provisto. Hay como cincuenta tipos diferentes de chocolates, cien tipos de caramelos, galletas de todos los colores, etc. El quiosquero escucha Ilia Kuryaki and the Valderramas.
-…Quiero una Rhodesia -le digo.
- Once con cincuenta.
Pago. El Chevallier atraca. El chofer sale apurado y enciende un cigarro. Corta mi boleto y subo las escaleras hasta el segundo piso. Camino por el pasillo con cuidado de no cabecear los televisores. Mi asiento es el treinta y siete. Acomodo la mochila en la parte superior. Me siento. Deben hacer unos cuarenta grados. El viaje durará tres horas, más o menos. El interior es un festival de olores humanos. Hace tanto calor que miro a los costados pidiendo una explicación. A mi derecha hay una mujer de pelo castaño claro y labios carnosos. Su piel tiene un brillo extra. Debe ser transpiración. Su perfume es lo único que huele bien en todo el ómnibus. Duerme. Qué pena. Me llaman la atención sus pies cubiertos por medias rosas. Los pies son el espejo del alma. Soy nieto de un inmigrante que se dedicó a la venta de zapatos. E hijo de un vendedor de zapatos. Tengo la certeza que ella calza treinta y seis. Doy buenos masajes de pies, pero los cobro caros. A la izquierda hay dos muchachos.
- Disculpá, tigre -me inclino hacia su lado- ¿Anda el aire acondicionado?
- No spanish.
- ¿English?
- Yes.
Seguimos en inglés.
- ¿Anda el aire acondicionado?
- No lo han encendido todavía.
- Ok. Gracias.
El tipo tiene una voz gruesa. Suena como el viento deanfunense azotando los algarrobos en una madrugada de agosto. Él y su amigo son rubios. Deben tener unos veinticinco años. Sus hombros parecen cabezas de bebés. Uno cruza los brazos. El bíceps amenaza con despegarse del húmero y rodar por el pasillo. Miden como dos metros. Es como si alguien los hubiera metido a presión en los asientos. Uno le dice al otro unas palabras en un idioma que no comprendo. Con esa voz de viento.
- ¿De dónde son?
- De Alemania. Del sur de Munich.
- Bienvenidos a la Argentina.
En serio, me llama la atención lo gigantes que son. Casi estoy entendiendo por qué Adolfo creía que el resto de la humanidad éramos pigmeos que no valíamos un saco de guano. Adolfo era una máquina de gasear gente que no se ajustaba a sus expectativas. Supongo que su locura tenía un método. Había una razón biológica para acabar con todos. Pero debe ser muy humillante morir a manos de alguien como Adolfo, que no mata por odio, sino por una cuestión científica. No veía otra solución que la de ahorrarles la miseria de vivir con estaturas cortas, narices grandes, preferencias sexuales no convencionales, colores de piel incorrectos o dificultades físicas. Y antes de darles gas, les daba una pasantía en BMW, Daimler Benz, IBM, Volkswagen o Bayer, adonde les chupaban la poca vida que les quedaba. Adolfo sabía que los países prosperan rápido con mano de obra esclava. Conocía mucho de desarrollo industrial. Me sorprende que no le hayan dado el Premio Nobel de Economía. A Obama, el látigo negro de las corporaciones, le dieron el de la Paz. Esa es la negra realidad.
- ¿Vienen de Tucumán? -pregunto.
- Venimos de Lavalle.
- ¿Lavalle?
- Sí. Lavalle.
- ¿Se quedaron un par de días por allá?
- Tres semanas.
Hay gente que recorre Europa en tres semanas. Son tours complicados. A su regreso, no recuerdan si la torre de Pisa queda en Francia, si Venecia queda en Alemania, si el Big Ben es una película porno o si la torre Eifel está torcida. Supongo que para eso están las fotos. Sea como sea, veintiún días son demasiado para pasear por Lavalle, Catamarca. Busco decirlo de una manera elegante.
- Lavalle debe ser un lugar lindo. Pasé un par de veces pero no tuve la suerte de quedarme lo suficiente.
Uno mira al otro. Se dicen algo en alemán. Me miran. El más próximo me explica:
- Estuvimos trabajando en un campo de veinte mil hectáreas. Somos estudiantes de agronomía de la universidad de Munich. Vinimos por una pasantía.
- ¡Ah! Ok. Ahora entiendo.
- Soy Daniel.
- Soy Michael.
- Yo Eduardo.
El motor del ómnibus ronronea. Atravesamos la policía caminera, Quirós, San Antonio. La espesura de la noche cubre los campos. Santiago es víctima de una sequía que lleva tres años. El televisor muestra una película en donde todos disparan contra todos. Hay grandes probabilidades de que el galán mate a todos los delincuentes árabes. Tengo suficiente experiencia en películas de Hollywood como para asegurar que se quedará con la chica y, en un paréntesis, le hará el amor con la ternura con que lo hacen mamá y papá. Después seguirá matando árabes. El árabe con más cara de malo será el último en morir. Traigo un libro de Jorge Amado en la mochila. Podría leerlo y abandonar la película pero no hay suficiente luz. Podría intentar una conversación con la chica de la butaca del lado. Tendría que despertarla. Sus facciones lucen relajadas. Como si soñara con un masaje de pies. Nadie merece que lo despierten en medio de un buen masaje. Y más cuando se trata de esos piecitos enfundados en esas medias rosa que llenan de falso optimismo este vehículo.
Hablaré con los alemanes.
- Muchachos, ¿a dónde van ahora?
- Vamos a Córdoba. Nos espera un amigo -dice Daniel.
- Córdoba les va a encantar. Hay lugares lindos. Mucha juventud. Ya van a ver. ¿Ya terminaron la pasantía?
- En realidad nos peleamos con el capataz del campo. Nos dijo “Si se van no vuelven más”. Acá estamos -responde Michael.
- ¿Qué paso con él capataz?
- El tipo era como un rey -dice Daniel.
- Y trataba a los empleados como esclavos -agrega Michael-. Y ellos parecían agradecidos por recibir ese trato. No lo entiendo. En Alemania se levantarían y se irían de inmediato.
- En Alemania tendrían adonde irse.
- Ya estábamos aburridos -explica Michael-. Abríamos tranqueras, revisábamos vacas en el cepo y no aprendíamos nada. Todos los días lo mismo. El suelo estaba seco. Hacía mucho calor. No había muchas pasturas. Y encima, el capataz aparecía con esas ínfulas de tirano. Acá hay mucha diferencia entre los ricos y los pobres. En Alemania no.
- ¿Comieron asado?
- ¡Cada día! -responde Daniel-. Faenaban los animales ahí mismo. Nos enseñaron los cortes. Hasta comimos testículos de toro asados.
-Los argentinos -señala Michael-, comen en promedio ciento cuarenta kilos de carne por persona por año. En Alemania, con suerte, llegamos a los sesenta.
- A mí me gusta la carne pero estoy pensando en dejarla – les explico-. Tengo la presión arterial de un hombre de ciento treinta años.
- Lo siento -dice Daniel.
- Pero ciento treinta recién cumplidos.
No se ríen.
- ¿Cómo es la ganadería en Alemania?
- Muy diferente. Allá, cada animal está registrado por el gobierno. Tiene una especie de pasaporte. El gobierno sabe cuántos animales hay en cada establecimiento. Si es un ternero, saben quiénes son sus padres.
- Faltaría que sepan como se conocieron -bromeo.
Michael se ríe. Agrega:
- También saben al detalle el stock de frutas, los cultivos, y todo lo que pueda ser útil para el país en caso de una emergencia nacional. Si querés matar una vaca, por ejemplo, tenés que llamar al veterinario. El tiene que supervisar e informar al gobierno. Después, es necesario que hagas una especie de servicio fúnebre.
- ¿Como un entierro?
- Algo así.
- ¿A las vacas?
- A las vacas.
- Acá es otra cultura, muchachos. Es más, algunos meten seres humanos en bolsas de basura y los tiran en el camión recolector.
Quisiera borrar esa horrible broma pero ya la solté.
- ¿Cuánto cuesta un kilo de carne en Alemania?
- Producir un kilo de carne cuesta tres euros con cincuenta. Y el supermercado lo vende a diez euros. Mi familia tiene granja -explica Daniel-, por eso conozco bien los procesos y los precios. También tenemos tambo. Nos cuesta cuarenta centavos de euro producir un litro de leche y el supermercado lo vende a noventa centavos de euro. En cambio, en Argentina les cuesta nada más que dieciocho centavos de euro pero lo venden a un euro. Acá es más cara. No lo entiendo.
- Yo tampoco entiendo. ¿Monsanto vende sus productos en Alemania?
- Sí -Daniel niega con la cabeza-. Están en todas partes del mundo. Se dice que compraron Blackwater, el ejército de mercenarios más poderoso de la tierra. Tienen grupos de lobby. Compran diputados y senadores como si compraran chocolates. Pero eso no es lo más grave.
- Eso me parece bastante grave por sí solo.
- Escuchá -Michael abre grandes los ojos verdes -: les pagan a los investigadores para que modifiquen el propósito de sus investigaciones. Algunos son nuestros profesores. En vez de investigar las verdaderas causas de las enfermedades de las plantas, manipulan los informes con conclusiones que favorecen el desarrollo de nuevas tecnologías. Entonces modifican las semillas. Y ese es su negocio.
- Supongo que las farmacéuticas deben hacer lo mismo -comento.
- El problema de Argentina y de todos los países que aceptan semillas modificadas transgénicamente, es que una vez que el suelo las recibe, son dependientes de Monsanto para siempre.
- Acá siembran mucha soja -indico-. Pero ahora hay una sequía impresionante en el norte. Y unos incendios devastadores.
-Eso es un problema serio -advierte Daniel-. El monocultivo atenta contra la biodiversidad. Repercute en el clima y amenaza la supervivencia de los insectos. Ahora están en peligro las abejas, por ejemplo.
Michael agrega:
- Los países que no se planten enfrente de Monsanto, Bayer, Pioneer o las demás multinacionales, corren el riesgo ver sus campos convertidos en desiertos.
- ¿Es así de grave?
- El suelo es un banco natural de alimento. La mayoría de los nutrientes están en la superficie. Al arar el suelo lastiman la tierra. Y los nutrientes que se escapan son como sangre derramada. No vuelve. Así comienza el proceso de desertificación.
- ¿Y cual sería la solución?
- Sería sembrar varios cultivos, pero eso es caro y complicado operativamente. Cuando hay diferentes cultivos, las raíces se comunican para intercambiar nutrientes y crear resistencia contra las plagas. Es como una gran simbiosis. ¿Entendés?
Creo que sí. A grandes rasgos. Gracias por la explicación
Pasamos por Recreo. Los alemanes se duermen. El último árabe de la película muere, a manos del galán, una de esas muertes de Hollywood. El héroe recibe un premio por haberse librado de esos salvajes y salvado a “América”.
Las salinas flanquean la ruta. La luna aparece entre medio de las nubes y traza una estela en el suelo. Alcanzo a ver una franja de tierra blanca salpicada de jumes. Me duermo. Me despierto en la terminal de Deán Funes.
Los murales de Martín Santiago aparecen por el costado de la ventanilla. Los alemanes todavía duermen. La vecina también. El reloj que me regaló Franco marca las 23:25. Desciendo sin despedirme de nadie. Abro mi Rodhesia y le doy un mordiscón. El viento fresco me acaricia el rostro. Inspiro hondo. Me subo a un remís.
- Jefe, voy a la casa de mi mamá. Colón y Buenos Aires.
En el trayecto termino el chocolate. Me quedo mirando el envoltorio anaranjado. Los traficantes de azúcar no son los únicos que quieren algo de mí. Las estrellas de cine necesitan que me sienta cobarde. Dios necesita mi devoción. Los políticos necesitan que coma su mierda. Los vendedores de noticias se disputan mi tristeza. Las empresas de agroquímicos se sostienen con mi resignación. La patria quiere una rebanada de mi alma, mi sangre, mi sueño y mis impuestos a cambio de nada. Los próceres quieren morderme la memoria. Mi hija necesita respuestas. Algunos parientes quieren que me mantenga pulcro, obediente y sin protestar. Las compañías telefónicas, farmacéuticas, empresas de transporte, petroleras, alimenticias, también se pelean por rapiñarme. La tierra, esfera de vida, no me necesita para seguir girando.
Yo también quería algo de mí pero con tanto ruido lo olvidé.


Eduardo Bechara Baracat
Deán Funes, septiembre, 2013.


EDUARDO BECHARA BACARAT

Nació en Deán Funes, provincia de Córdoba, República Argentina, en 1975. Es licenciado en Administración de Empresas por la universidad Blas Pascal de Córdoba y en los años 2003 y 2004 realizó la maestría en Administración Pública en la universidad Americana de El Cairo, Egipto. Ha escrito ensayos sobre política y economía. Entre los años 2003 y 2006 se desempeñó como editor en jefe de las revistas El Gouna Magazine y Taba Heights Magazine, publicadas en El Cairo. También colaboró con la revista Cairo Magazine, censurada por el gobierno egipcio. Ha vivido desde el año 2000 transitando varios países, consagrándose a una vida nómada. Residió en Brasil entre el 2008 y 2010, en donde escribió “Creaturas del Mandala”, 2010, Ediciones El Copista, Córdoba, Argentina. En 2012 publica “Patria del viento”, su segundo libro de relatos. Ver más de su obra en: www.eduardobechara.com

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