viernes, 21 de febrero de 2014

Fuera de borda - Nicolás Romano


FUERA DE BORDA

Ya empieza ese viento cojudo y se lleva hasta el alma. Parece que uno quedara vacío entonces, solo cáscara; los pensamientos arranca y se lleva, barre hasta con las ganas.
En realidad no se sabe si empieza o si nunca dejó de soplar. Ese es, del sudoeste siempre. Pero hay veces que del Oeste o Norte cálido llega empachando todo, levanta piedras, tuerce los árboles y los empuja a un cabeza a cabeza con la tierra bajando sus copas que quedan de a ratos así, el oído pegado como queriendo escuchar ese ruido que brota de abajo.
Será la calidez de ese aire que le afloja la cincha al recuerdo, distiende los cuerpos tan prietos, le hace lugar y se apea la nostalgia. Uno se rejunta así con sus pedazos y por un momento parece que pudiera enastarse la vida y al fin  agarrarla, pero no, poco dura y todo se lo lleva el viento.

Del lado de Las Becases venía el Catamarca. En los nueve nudos el  Mercedes oncecatorce  carraspeaba. Buena cosecha, habían llenado bodegas con grandes centollas rosadas, hembras y machos pequeños devueltos al agua. Al cabo calaron las trampas con carne de lobo. Solo una boya como una naranja quedó señalando el sembrado y ahora volvían a Ushuaia.
Pero se levantó un pesto de las cien abuelas. Con la marea en baja el sudoeste arrachado puso la embarcación al garete y la nevada  se vino como jauría de perros.
Sobre el tonel de carnada el Indio chancaba unos hilos de tabaco grueso mientras canturreaba indiferente al chubasco que los engullía.
          – Indio, ¡nos lleva San Puta!, soltó Darío más para sí mismo que esperando respuesta, absorto en la negrura que de golpe hacía capote con la claridad del día.
          El Abuelo, dando golpes de timón maldecía a Dios, sus compañeros y a todo ser viviente mientras intentaba ganar la costa norte del Canal de Beagle. Más que tripular la nave parecía un ciego boxeando con algún fantasma.
          – ¡Arranchen todo malditos!, gritó. Junto con los otros dos pescadores era toda la tripulación del Catamarca. Y la lancha pesquera, con sus doce metros de eslora cabeceaba en medio de la borrasca sorteando peligrosamente la restinga, sin ver ya los bancos de cochayuyo o las boyas que con su orinque, podían llegar a manearla.
           – ¡Puerto Almanza!, anunció Darío oficiando de gaviero apenas vislumbró borroso el puesto de la Prefectura, y con los hados de su parte el navío logró atracar en el pequeño muelle.
Se hundían con la nieve hasta la cintura, pero en el puesto ardía la leña en un tacho de doscientos.
Otra pesquera y un velero habían corrido igual suerte. Con los caminos bloqueados  de nieve y el temporal que prometía para largo era imposible hacer llegar la carga, por eso los pescadores enjaularon  la centolla en las trampas y las largaron al mar  como quien saca a pastorear el ganado para que no se enflaquezca. Cumplida esta previsión se liaron todos en un partido de truco por una damajuana. Afuera la nevada apagaba todos los sonidos y el refugio era apenas un ojo zarco perdido en la inmensidad blanca.
Fueron tres días para que amainara sin faltar el vino y la carne recién capturada.
El Indio iba y venía hasta la lancha controlando el amarre, los enseres, el fondeo de la carga. Cuando sonó la radio de banda marina era como que lo esperaba.
          – “Fuera de Borda, estás pegado hermano”.  Así sonó del otro lado. Así le llamaban, “Fuera de Borda”, desde la vez que habiéndose plantado el motor  en medio del paso Guaraní saltó al océano y con una cuerda a  puro brazo remolcó la embarcación hasta encallarla. Desde entonces en las proximidades de las islas saltaba siempre al agua. Descorchaba primero una ginebra de esas para matar piojos, le daba un pencazo y saltaba con una bolsa de red en la cintura pero sin abandonar la botella que llevaba apretada entre los dientes al tiempo que nadaba. La vuelta siempre era a bolsa llena de cholgas, mejillones, mauchos y de lapas.
          ¡Cuernos! con el Indio, nunca dejaba de sorprender el verlo así a torso desnudo cortando el agua helada. Parecía un lobo marino cuando asomaba su cabeza mordiendo la botella  con las  crenchas oscuras llenas de algas. Se cuidaban los nuevos marineros pues era conocido el santo bautismo que sabía prodigar arrojándolos al Canal justo en el medio, so riesgo de que alguno plantara el corazón en esa chanza.
          “Estás  pegado hermano” le estaba confirmando que la  maldita enfermedad le había clavado la uña sin reparo.
Se encontraba sólo en la más  absoluta oscuridad cuando la radio lo sacudió con la noticia; la pequeña cabina era cobijo de la nieve que seguía cayendo sin piedad – pensó – enviada por un Dios que no tiene alma. Tenía el corazón calafateado contra embates y desventuras, golpes de frente y filos por la espalda, pero esto, esta puñalada no cuajaba.
Acostumbrado a hacer cala y cata con la vida, se embutió la gorra de lana cruda hasta los ojos, largó un escupitajo y echó a andar  por el muelle en dirección al puesto con un par de centollas por las patas. De camino sonreía recordando el bodegón donde algunas mujeres escanciaban sus cuerpos por dinero, y no renegó pensando en ellas sino en los gringos de todas las banderas que bajaban para hacer franco higiénico en la aldea, en los inspectores de todo uniforme, en la pobreza, en la perra  suerte que hizo culo con la taba. Llegó justo para la revancha de un partido, porque para este otro, decían, no hay revancha.
Al cuarto día escampó, subió un poco la temperatura y todo se convirtió en lluvias aisladas. Algún Dios aventó en el Canal su cigarro de niebla, las nubes bajas se apiñaron mezclándose entre los islotes, entonces partieron de nuevo rumbo a Ushuaia.
Cerca de las Bridges frenaron el Mercedes. Andaba  el alba pariendo perfiles, todo se veía apenas contorneado. Muy de a poco el pincel de luz iba reemplazando grises por colores vivos, haciéndole a los ojos las miradas, hasta que el mar plasmo de nuevo en el azul.
El  Indio amarró los ojos a ese azul que amaba. Se lo vio en un gesto vago como de arremangarse el alma. Una lluvia caía helada, persistente. Con los gruesos goterones  por el mameluco empapado se le escurría a chorros la esperanza; se le iba esa vida suya de a diez  brasas por trampa, de  soles y de lunas corriendo por el agua.
Descorchó la ginebra, le dio un pencazo y esta vez partió la botella contra la cubierta antes de arrojarse al agua.
Enfiló braceando para la isla donde los lobos  tienen pelo doble. Avanzando era un punto donde el cielo se unía con el mar. Y ya no se lo vio más.
Mientras la nieve es único mantel en la mesa del invierno y la intemperie  sirve copas de escarcha al pescador, duele el recuerdo por el paso Guaraní o entre las islas camino de las trampas.
Pero ya se suelta ese viento cojudo llevándose hasta el alma, y si no arranca el recuerdo lo achaparra o lo deja mamando la tierra  como a esos árboles que se quedan así doblados, siendo un poco árboles y otro mucho viento.

Nicolás Romano
Desde hace 30 años reside en Ushuaia, Tierra del Fuego,  donde realizó numerosos trabajos y oficios. Sus cuentos y poemas navegan por el Canal de Beagle, donde ofició de marinero, o se levantan desde el fondo de una bodega en la que quedaron años de estiba. A veces ascienden montañas y bajan en algún  chorrillo itinerante, recorridos como baqueano del  Parque Nacional Tierra del Fuego. Otras, se arriman temprano a los fogones de los obradores  y caen “con punta”  y humeando en el café servido en su trajinar de vendedor ambulante. Algunos toman forma en el debate diario del S.U.T.E.F (Sindicato Docente) o nacen de mates compartidos con los chicos  del Centro Polivalente de Arte.

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