martes, 13 de mayo de 2014

Dulce cristal - Por: María Elena Biccio



Ahí está. Con su lujuriosa silueta transparente reinando sobre la mesita en la sala. La recuerdo  sobre el trinchante  en el amplio comedor a oscuras con las persianas cerradas para que no ingrese el polvo, el lugar vedado que sólo se abría para los grandes eventos familiares. Allí la colocaban para evitar que los chicos la ataquemos desoyendo la amonestación:
-“¡Son para las visitas!”-
No obstante,  las manos generosas del abuelo levantaban su tapa de fino cristal labrado y nos la ofrecían antes de irnos:
-“Tomen uno cada uno, para el camino”.- decía mientras nuestras manitas ávidas rebuscaban en su interior  esos caramelos ácidos y duros, como la mujer que los atesoraba.
Pero hoy, ya no hay niños que la amenacen ni abuelos que la defiendan. Todos han desaparecido misteriosamente: los ancianos llevados por los años, pero ¿los jóvenes?... Ya dejé de preguntarme, mis ojos apenas distinguieron a los últimos que escuché…
Sin embargo, alguien la ha trasladado a esta disponible mesita ratona  junto a los viejos sillones de rejuvenecidas flores. Estoy solo, envuelto en  el albor verdoso que producen las cortinas nuevas. Entre ellas, se cuela un rayo de luz que llega hasta la mesa y bailan reflejos metálicos en el contenido apetecido.
Un impulso irresistible me domina, superando toda recomendación o advertencia. Años de prohibición se agolpan y tratan de sostenerme. Mi sangre corre enloquecida y no coagula mis heridas, mis músculos se agotan fácilmente, mi cerebro se embota y está pronto a la convulsión. No puedo  contenerme. Sé que mis riñones están destruidos por la enfermedad  que me ha llevado los dedos de un pie, pero me acerco y la tomo en mis manos. Alzo su cuerpo y acaricio su recipiente curvilíneo antes de vulnerar su seno  para apoderarme del único huésped.
Nadie puede detenerme ni percibir el crepitar del papel en mis dedos que lo arrojan displicentemente en la boca abierta de ella, quien yace violada sobre la mesita.
Ahora es mi boca la que busca el antiguo sabor y se llena de saliva con gusto a chocolate y menta. El placer estalla: pompas de colores fosforescentes explotan detrás de mis párpados cerrados. Son miles de agujas que se disparan a mis terminaciones nerviosas.
Entonces comprendo todo, la desaparición de mis seres queridos, la creciente soledad que me fue rodeando; es la epidemia que ha ido diezmando la población mundial y consume mi cuerpo.
Pero ya es tarde. La luz gira formando un vórtice que se traga las cortinas y los sillones floreados, la mesita y las paredes. La caramelera se hace añicos y sucumbo diabético en el clímax del último caramelo.

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