Ahí está. Con su lujuriosa silueta
transparente reinando sobre la mesita en la sala. La recuerdo sobre el trinchante en el amplio comedor a oscuras con las
persianas cerradas para que no ingrese el polvo, el lugar vedado que sólo se
abría para los grandes eventos familiares. Allí la colocaban para evitar que
los chicos la ataquemos desoyendo la amonestación:
-“¡Son
para las visitas!”-
No
obstante, las manos generosas del abuelo
levantaban su tapa de fino cristal labrado y nos la ofrecían antes de irnos:
-“Tomen
uno cada uno, para el camino”.- decía mientras nuestras manitas ávidas
rebuscaban en su interior esos caramelos
ácidos y duros, como la mujer que los atesoraba.
Pero
hoy, ya no hay niños que la amenacen ni abuelos que la defiendan. Todos han
desaparecido misteriosamente: los ancianos llevados por los años, pero ¿los
jóvenes?... Ya dejé de preguntarme, mis ojos apenas distinguieron a los últimos
que escuché…
Sin
embargo, alguien la ha trasladado a esta disponible mesita ratona junto a los viejos sillones de rejuvenecidas flores.
Estoy solo, envuelto en el albor verdoso
que producen las cortinas nuevas. Entre ellas, se cuela un rayo de luz que
llega hasta la mesa y bailan reflejos metálicos en el contenido apetecido.
Un
impulso irresistible me domina, superando toda recomendación o advertencia.
Años de prohibición se agolpan y tratan de sostenerme. Mi sangre corre
enloquecida y no coagula mis heridas, mis músculos se agotan fácilmente, mi
cerebro se embota y está pronto a la convulsión. No puedo contenerme. Sé que mis riñones están
destruidos por la enfermedad que me ha
llevado los dedos de un pie, pero me acerco y la tomo en mis manos. Alzo su
cuerpo y acaricio su recipiente curvilíneo antes de vulnerar su seno para apoderarme del único huésped.
Nadie
puede detenerme ni percibir el crepitar del papel en mis dedos que lo arrojan
displicentemente en la boca abierta de ella, quien yace violada sobre la
mesita.
Ahora
es mi boca la que busca el antiguo sabor y se llena de saliva con gusto a
chocolate y menta. El placer estalla: pompas de colores fosforescentes explotan
detrás de mis párpados cerrados. Son miles de agujas que se disparan a mis
terminaciones nerviosas.
Entonces
comprendo todo, la desaparición de mis seres queridos, la creciente soledad que
me fue rodeando; es la epidemia que ha ido diezmando la población mundial y
consume mi cuerpo.
Pero
ya es tarde. La luz gira formando un vórtice que se traga las cortinas y los
sillones floreados, la mesita y las paredes. La caramelera se hace añicos y
sucumbo diabético en el clímax del último caramelo.
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